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COLECTIVO VALAKIA ROJA (VKR)
***
El comandante de la XI brigada decidió instalar el
puesto de mando del batallón en la primera línea de las tropas republicanas. Se
trataba de una medida infrecuente, por lo general, puesto que el peligro de que
la batería quedara sin dirección o, como se decía por entonces, quedara ciega,
aumentaba considerablemente. No obstante, teniendo en cuenta la gravedad de la
situación, se procedió de esa manera. Los observadores y los mandos de las baterías
se instalaron en primera línea. Se abrió fuego intenso sobre las baterías
enemigas con el objetivo de localizarlas y destruirlas. Para reducir la
intensidad del ataque del enemigo, se extendió a toda la artillería republicana
la orden de situar el mando artillero en la primera línea.
Brigadistas del Batallón Thaelmann |
La mañana del día 16 de febrero se caracterizó por
un intenso duelo de artillería a lo largo del frente, en el que el batallón
rumano dio todo de sí. Animando a sus camaradas al grito de “¡Venguemos a
nuestros muertos de Grivița!” (era 16 de febrero, aniversario de la lucha de
los ferroviarios de 1933), Nicolae Cristea no dejó de disparar durante horas
contra las líneas enemigas.
Tanto de las observaciones propias de los
artilleros como de las de los soldados de los batallones “Edgar André” y
“Thälmann” se tuvo constancia de que las baterías del batallón rumano habían
provocado pérdidas considerables al enemigo.
También en los días que siguieron, cuando los
combates no tenían ya la misma intensidad, se mantuvo el grupo rumano en su
puesto.
La participación del batallón rumano en la batalla
del Jarama, batalla en que los soldados y oficiales de la primera unidad rumana
no escatimaron esfuerzos, en que muchos ofrendaron su sangre, su vida, fue
ponderada de manera considerable. En la orden del día del sector, dada el 26 de
febrero de 1937, publicada en La
Reconquista de 20 de octubre de 1938, se podía leer entre otras cosas: “El
grupo rumano de artillería destruyó una batería enemiga, voló un depósito de
municiones y provocó pérdidas en las posiciones enemigas, además de destruir
nidos de ametralladoras, rampas de lanzamiento y cinco tanques, y de rechazar
un poderoso ataque fascista mediante un bombardeo de precisión justo por
delante de nuestras líneas”[1].
El batallón rumano de artillería había recibido su
bautizo de fuego.
Los artilleros rumanos estuvieron a la altura de
la misión que se les había encomendado. Todos los soldados que tomaron parte en
la batalla del frente del Jarama tuvieron noticia de la actuación del batallón,
primera manifestación de su participación en la guerra de España.
***
Pero además de los voluntarios rumanos del grupo
de artillería, también participaron en la batalla del Jarama otros voluntarios
de nuestro país, encuadrados en diferentes unidades internacionales. Su
comportamiento en el transcurso de los combates es igualmente digno de mención.
Tal como hemos indicado, en el seno de la XV
brigada, en especial en el batallón “Dimitrov”, lucharon numerosos voluntarios
rumanos llegados a España a finales del año 1936: Ioan Cristof, obrero
metalúrgico de la Factorías Malaxa, Pavel Cristescu y otros entre los que se
encontraban algunos llegados de América del Sur. Una vez integrados en la
brigada de la que formaban parte, recibieron también ellos su bautizo de fuego
en el frente del Jarama. La XV brigada ocupó una posición en un sector del
frente de considerable importancia, perpendicular a la carretera que conducía
de Morata de Tajuña a San Martín de la Vega. Por la izquierda estaba en contacto
con las divisiones dirigidas por Líster y por la derecha con la XI brigada
internacional.
Con la instrucción aún sin terminar, el batallón
“Dimitrov” recibió en la noche del 6 al 7 de febrero la orden de montar en
camiones y partir de las cercanías de Albacete, donde se encontraba, con
dirección al frente del Jarama. La unidad se dirigió al pueblo de Morata de
Tajuña, donde, prácticamente, el frente ya no existía, con la misión de cerrar
la brecha que se había producido en aquel punto.
Un bosque interminable de olivos cubría la región.
Entre los troncos de los árboles los hombres cavaban trincheras tratando de
utilizar el más mínimo pliegue del terreno para defenderse de la artillería
enemiga, que, desde posiciones favorables, disparaba sin descanso, durante
horas, sin dejar un palmo de tierra sin batir, segando vidas tanto en las
primeras líneas como en la retaguardia del frente. Allí cayó el primer día de
combate, entre los rumanos, el voluntario Ioan Cristof, de 33 años de edad.
Ante los ataques de la artillería, los tanques, la
infantería o la aviación enemigos, los luchadores de la XV brigada resistieron
con denuedo y en el momento oportuno contraatacaron valientemente. Los actos de
heroísmo, de sacrificio, realizados por los luchadores de la XV brigada
provocaron la admiración de todo el mundo. El grupo de rumanos del batallón
“Dimitrov” se sumó como uno más al entusiasmo general por la valentía y la
tenacidad con que luchó. Estas cualidades se manifestaron en especial en las
situaciones difíciles, extremadamente difíciles, a que hubieron de hacer frente
en numerosas ocasiones en el curso de los combates los luchadores de la XV
brigada.
En la XV brigada luchó también el estudiante
rumano Emil Șneiberg, uno de los primeros voluntarios llegados a España desde
Rumanía. Incorporado con el grado de sargento a las filas del ejército
republicano español, se destacó al poco por su excepcional valentía. Cuando, en
el transcurso de uno de los más duros combates del frente del Jarama cayó
muerto el comandante del batallón “6 de febrero”, Șneiberg tomó el mando de la
unidad. El día 22 de febrero, mientras dirigía un ataque del batallón, cayó, a
su vez, muerto por una bala enemiga a los 24 años de edad.
También en la XV brigada, en el batallón
“Lincoln”, lucharon y cayeron heroicamente dos voluntarios rumanos llegados de
los Estados Unidos de América, consecuentes luchadores progresistas: Ștefan
Cojereanu y Avram Avram, trabajadores ambos de la zona de Transilvania que se
fueron de Rumanía unos 15 ó 20 años antes como emigrantes.
Entre los rumanos que lucharon en el batallón
“Edgar André” de la XI brigada se encontraba también el minero Ilie Stoica, que
había llegado a la España republicana desde Brasil, adonde le había llevado
años atrás la lucha por un mendrugo de pan. Hombre de unos 46 ó 48 años, no
vaciló en dejar a su mujer y sus hijos para irse a luchar contra el fascismo
con las armas en la mano. En el seno del batallón, Stoica trataba con el cariño
de un padre a sus compatriotas, en su mayoría hombres mucho más jóvenes.
Cierto día, uno de los jóvenes voluntarios rumanos
fue enviado a una misión complicada de exploración y Stoica pidió permiso para
acompañarle. Le preocupaba que al “potro” le pasara algo. De regreso a la
unidad, una bala fascista atravesó el corazón del minero rumano. Y aquel hombre
como un castillo se desplomó sin decir palabra. En el bolsillo del pecho su
compatriota encontró una fotografía de su familia –su mujer, tres hijas y un
muchacho- y una carta por enviar
dirigida a su mujer. De aquellas pocas líneas, escritas con la mano inhábil del
hombre hecho al pico y no a la pluma, emanaba la férrea convicción del luchador
antifascista rumano de que combatiendo en defensa de la República española
luchaba por la libertad de su patria. “No te enojes conmigo por haberme ido
–escribía Stoica a su mujer-, pero sentí que no podía hacer otra cosa. Una vez
hayamos acabado aquí con el enemigo, las cosas cambiarán también en nuestro
país y entonces podremos volver también nosotros a la casa de nuestros padres…”
En las cuatro brigadas internacionales que
participaron junto a las unidades españolas en los duros combates del frente
del Jarama contra los fascistas había voluntarios rumanos. El comandante de la
compañía balcánica del batallón “Dombrovski”, de la XII brigada, era Nicolae
Olaru. En esa misma compañía participó en los combates y cayó herido Mihai Burcă,
uno de los pocos supervivientes de Montoro.
Desde el frente del Jarama, el ferroviario Burcă
escribía a sus camaradas en Rumanía: “Estamos en el fuego del infierno. La
muerte nos acecha a todos. Pero ninguno piensa en ella. Somos los enviados del
movimiento revolucionario de Rumanía y a él queremos honrar. Queremos ser
dignos de él. Os enviamos un saludo a los trabajadores ferroviarios. Que
sepáis, camaradas, que no nos temblará el pulso ni un instante.”
En el frente del Jarama también lucharon numerosos
rumanos en las baterías adscritas a la XII brigada o en el seno de otras
unidades. En grupos pequeños o en formaciones más numerosas, los voluntarios
rumanos que lucharon en el Jarama aportaron su grano de arena a la gran
victoria conseguida por las tropas republicanas, ganándose gracias a su actitud
la simpatía y el respeto de los demás combatientes por el pueblo que
representaban.
COMO “ME HICE” JINETE
Ocurrió en los intensos días de la batalla del
Jarama.
Me encontraba en el puesto de mando de la XI
brigada internacional, a cuyo frente se encontraba Hans, cuando las tropas
franquistas, junto con las marroquíes, desencadenaron un ataque furibundo
contra nuestras posiciones. El ataque estuvo acompañado de un fuego intenso de
artillería y de un bombardeo aéreo corto pero masivo.
El ataque fue tan brutal que nuestras tropas, ya
diezmadas y desfallecidas a causa de los continuos combates que se sucedían
desde hacía varios días con sus noches, no resistieron al principio.
Hans y Ludwig Renn eran de la opinión de que
nuestra artillería, es decir, el grupo “Ana Pauker”, debía intervenir de
inmediato en apoyo de la infantería (de los batallones “Thälmann”, “Edgar
André” y “Comuna de París”, que componían la brigada). En ese sentido recibí una
orden precisa.
Artilleros rumanos en el Frente del Jarama (1937). En el centro, Nicolae Cristea |
Tras consultar a toda prisa los mapas militares y
al objeto de entrar en acción lo antes posible, mi intención era transmitir las
órdenes correspondientes por teléfono, directamente a nuestras baterías.
Constaté, sin embargo, con gran consternación, que las comunicaciones
telefónicas con las baterías estaban cortadas. Los fascistas habían conseguido
destruir nuestra red de transmisiones. En la misma situación catastrófica se
encontraban también las comunicaciones telefónicas con los puestos de
observación de las baterías, desde donde, normalmente, se dirigía el fuego.
Informé de la situación y le solicité a Hans un
medio de transporte rápido (coche o moto) para poderme dirigir de inmediato
bien a las baterías, bien a los puntos de observación que, en ese momento, se
encontraban en primera línea.
-Mira –me dijo Hans-, no tengo ningún medio de
transporte. Todos han sido movilizados para enviar órdenes a los batallones.
Sólo me ha quedado el caballo. Tómalo y vete rápido para llegar a tiempo.
Cuál no sería mi sorpresa ante esas palabras. Hans
no podía sospechar que su comandante de artillería no supiera montar a caballo.
Ni en la infancia ni más tarde tuve ocasión de aprender a montar, aunque me
atraía mucho. Una vez me hube incorporado al movimiento, al partido, ya no pude
pensar en cosas así. La ilegalidad, la cárcel, la emigración no crean
condiciones favorables para semejantes ocupaciones. Pero, cómo iba a decirle a
Hans que no tenía la menor idea de montar, que no había montado a caballo en mi
vida. El momento no era en modo alguno el oportuno para confidencias de ese
tipo.
-Bien –respondí tras un momento de vacilación-.
Voy con tu caballo.
Lo que siguió es difícil de imaginar.
Después de que el ayudante de campo del coronel
Hans Kahle me ayudase a montar y una vez me vi sentado en la silla, me pareció
que todo estaba en orden y tuve la agradable sensación de que, en apariencia,
cabalgar no era en absoluto complicado.
El caballo echó a andar tranquilo y me sentí bien.
Comenzaba a tener la impresión de que sabía cabalgar, de que montar a caballo
no debía de tener mucha ciencia. Poco faltó para que me tuviera por un buen
jinete, aunque no excelente.
Algo después el caballo se lanzó al galope. El
sentimiento de júbilo y de seguridad comenzó, poco a poco, a desaparecer.
Miraba a mi alrededor y a lo lejos, tratando de ver si quedaba mucho trecho
para llegar hasta el observador.
De repente, el fuego de la artillería enemiga se aproximó
a la zona en que me encontraba. Se habían abierto las puertas del infierno. Mi
caballo, que hasta entonces había dado muestras de una calma que me tranquilizaba,
salió disparado. No lo podía controlar. Y para mayor desgracia, además, tomó
una dirección que no me convenía en absoluto: hacia las líneas fascistas.
Todos mis esfuerzos resultaban infructuosos. El
caballo no obedecía lo más mínimo. Al revés. Cada vez estaba más nervioso y desbocado.
Y era comprensible. Los proyectiles enemigos explotaban a nuestro lado. El
caballo continuaba su alocada huida hacia las líneas enemigas.
Se apoderó de mí una intranquilidad rayana en el
pánico. Mis intentos desesperados por detener el caballo no daban resultado
alguno. Me veía ya en el campamento enemigo y sabía muy bien lo que me esperaba
allí.
Haciendo memoria de aquel episodio me resulta
difícil reproducir exactamente lo que pasó –en especial, por mi cabeza-,
aunque, diría, que ocurrió así: me acordé de una narración de Karl May en que
describía una escena de un caballo resabiado, cuyo jinete, peligrando su vida,
pretendía detener su carrera enloquecida. El procedimiento para conseguirlo
consistía en sujetar fuertemente al caballo por el cuello y tirar de él hacia
uno. De esa manera el caballo se paraba. Así decía el cuento del escritor
alemán. Y así lo intenté yo también. Pero el caballo se ve que no conocía el
cuento de Karl May. El éxito de la operación, como se suele decir, era cosa de
dos. En balde fueron mis esfuerzos, tanto más enérgicos cuanto más
desesperados.
Hasta que, finalmente, el caballo, enfadado probablemente,
“resolvió” solo el problema. De buenas a primeras, se levantó de manos,
irguiéndose de repente como para librarse de ese modo de mis “caricias”, y un
instante después, rápido como un rayo, cambió la suerte y soltó una coz de
sopetón, lanzándome a considerable distancia.
La trayectoria que dibujó mi cuerpo, no me duele
reconocerlo a día hoy, fue elegante, airosa, y el “aterrizaje” absolutamente
espectacular. A punto estuve de romperme todos los huesos. Un espectador
objetivo podría haberse hecho una idea bastante buena de mis aptitudes de
trapecista.
Una vez libre de mí, el caballo continuó su
carrera a una velocidad mayor si cabe, rebasó nuestras líneas y se dirigió
justo hacia las posiciones fascistas.
Lo sentí por el caballo; y lo sentí, en especial,
por mí, aunque estaba contento de haber salido con bien, finalmente, del lío en
que me había metido por la presión de las circunstancias. Seguía dentro de
nuestras líneas. Así me hice jinete.
Durante mucho tiempo no dejé escapar una palabra
sobre este suceso quijotesco. No porque tuviera vergüenza, que, naturalmente la
tenía, sino porque Hans no me preguntó ni por el resultado de mi misión ni por
la suerte del caballo (probablemente se había enterado de algo y para no
apurarme prefirió hacer la vista gorda) y yo decidí guardar silencio.
En cualquier caso, la “experiencia” del Jarama me
resultó más tarde de gran utilidad en la vida.
ENCUENTRO CON ERNEST HEMINGWAY
Los últimos días de febrero y el comienzo de marzo
hubo calma en el frente del Jarama. Sabíamos, a ciencia cierta, que no duraría
mucho. Era evidente que el enemigo, que no había conseguido alcanzar sus
objetivos, se preparaba para atacar de nuevo. Pero, tras aquellos días de
tensión que habíamos pasado, un descanso, por breve que fuera, era bienvenido.
Uno de aquellos días, aprovechando que debía ir al
estado mayor de la XI brigada, me pasé a ver a Ludwig Renn. En los pocos meses
que llevaba en España habíamos hecho buenas migas. Delgado en extremo, Renn
atraía por su viveza, su dinamismo y su fina inteligencia. Sentía gran estima y
afecto por el escritor y por el curtido luchador antifascista. Con frecuencia,
en los momentos más distendidos, hablaba de acontecimientos presentes y
pasados, de su participación en la primera Guerra Mundial, charlábamos sobre
los libros que había escrito (le dije que había leído en mis años de estudiante
“Guerra” y “Posguerra”, lo que le produjo un vivo placer), de sus proyectos
literarios.
Aquel día, me recibió más afectuosamente que
nunca:
-¿Quieres venir conmigo mañana a Madrid? –me
preguntó.
-Sí, claro; ¿ha pasado algo?
-Pensé que quizá te interesaría conocer a
Hemingway. Está en Madrid. Le vi hace unos pocos días en el estado mayor de
Máté Zalka y le prometí visitarlo. Si quieres, vente conmigo.
Se lo agradecí, asegurándole que me producía una
gran alegría. Renn sabía de hecho cuánto me gustaba Hemingway. Lo apreciaba por
la fuerza y autenticidad que se desprenden de su obra, admiraba su estilo
directo, sus diálogos espontáneos, de una sorprendente naturalidad. Aunque no
había cumplido los 40 y no había dado todavía toda la medida de su talento,
Hemingway había conquistado ya por entonces gran fama mundial con su novela
“Adiós a las armas” y otros escritos. Por uno de ellos, “Fiesta”, conocimos,
por primera vez, una España especial –por la que el escritor manifestó siempre
un interés fuera de lo común-, la España de las corridas y de los toreros. Poco
antes de ir a España, estando en París, había leído otra narración de Hemingway
sobre toros. Se describía en ella, con pluma de experto en la materia, la
maestría de algunos toreros famosos: Belmonte, Manolo, Romero y otros. Hasta a
los españoles, apasionados de las corridas, les parecían sorprendentes sus
conocimientos de tauromaquia. A pesar del tema específico de la narración,
emanaba de ella un enorme amor por el pueblo español, por su dignidad y
valentía. Sabía que Hemingway no era marxista, pero lo cierto es que había
venido en España a la zona republicana y no a la otra. Había reunido dinero,
mucho dinero, para los republicanos, escribía a su favor, lo que demostraba que
había hecho una elección. Todo ello me hacía apreciarlo aún más.
De todas estas cosas discutí con Renn en el coche
que nos condujo a Madrid. Con este motivo, me contó algo más del encuentro que
tuvo con Hemingway en el estado mayor de Máté Zalka. Zalka, también conocido
como el general Lukács, como se le llamaba en España, con su modo de ser
abierto y no muy diplomático le preguntó al escritor americano que le había hecho
venir a la España republicana.
-Me gustan las revoluciones –respondió-, son como
un torrente que arrastra a su paso todo lo que está podrido. Y lo que hacen los
republicanos es en el fondo una revolución. Escribí hace unos días un esbozo:
“Los chóferes de Madrid”. Saben, los hay que eligen a Franco, otros a Hitler y
Mussolini. Yo me quedo con Hipólito...
(Iba a acordarme de esas palabras muchas veces en
el curso de la guerra pues tuve como chofer al español Ángel, un inigualable
Sancho Panza, taxista de Madrid, prototipo de hombre del pueblo, valiente,
abnegado, lleno de humor y de sentido común.)
Llegamos a Madrid. Hemingway se alojaba en el
hotel “Florida”, cerca del edificio de la Telefónica que la artillería y la
aviación fascistas bombardeaban permanentemente. El hotel había recibido el
impacto de las bombas y la metralla, tenía los cristales rotos y estaba casi
totalmente desierto. Hemingway seguía alojándose allí, trabajando, abrigando
esperanzas…
Le encontramos escribiendo en una mesa colocada delante
de la ventana. Un infiernillo de alcohol con una cafetera al lado y varias
botellas de whisky y naranja desperdigadas por la habitación testimoniaban las
preferencias gastronómicas del autor. Se levantó de la mesa y salió a
recibirnos, alto, delgado pero fornido, presagio de su futura corpulencia.
Renn me presentó. Le habló de nuestra unidad de
artillería. Hemingway me miró con ojos sonrientes y me preguntó por mi
nacionalidad. Al oír mi respuesta, dijo:
-Sí… Conozco y me gusta Panait Istrati.
Luego nos ofreció whisky, animándonos a beber de
palabra y, sobre todo, de obra. Renn se mojó protocolariamente los labios, yo me
bebí el vaso de un trago. Era la primera vez que probaba esta bebida y me
gustó. Hemingway me miró con aprobación.
-Bebe, bebe, es bueno, da energía. Nunca nubla la
mente.
El alcohol era fuerte. Me hizo vencer la timidez
que me atenazaba. La charla entre los dos escritores era viva, interesante. Yo
era todo oídos.
Cuando Renn le preguntó por qué se quedaba allí,
donde estaba en peligro en todo momento, refiriéndose a su estancia en el hotel
“Florida”, Hemingway, que se imaginó que la pregunta aludía a su presencia en
España, pregunta que le habían hecho en múltiples ocasiones, le replicó:
- Yo no entiendo de política, no hago política.
Sin embargo, estoy en contra del fascismo porque este sistema político no puede
producir buenos escritores. El fascismo es mentira y condena a la literatura a
la esterilidad. Ahora el fascismo ha provocado esta guerra. Odio la guerra,
pero para vencerla no hay más alternativa que pelear en ella. Aquí no hay lugar
para la cobardía, el egoísmo, la traición.
Todo esto lo decía en un tono tranquilo, afable,
con profundo convencimiento. Salió más tarde el tema de la “política de no
intervención”, contra la que pronunció duras palabras de condena: “Peor que la
guerra y la traición es la cobardía de que dan muestras las democracias
burguesas”, dijo.
Renn volvió con su pregunta:
- Sí, pero, ¿por qué estás en el “Florida”? Aquí
te expone de manera inútil.
Sonrió.
Joris Ivens
(izquierda) con Ernest Hemingway (en el centro) y Ludwig Renn (jefe de la XI Brigada Internacional, Brigada Thälmann) |
-¿Tú crees? Aquí siento a cada instante la guerra,
incluso cuando no estoy en el frente. Necesito este ambiente para lo que estoy
escribiendo ahora.
Y comenzó a hablarnos de sus proyectos, del guión
que escribía para una película de Joris Ivens, “Tierra de España”, de una pieza
a la que andaba dando vueltas y cuyos
personajes ya habían empezado a tomar forma (se trataba de la obra de teatro
que iba a terminar un año más tarde, “La quinta columna”, consagrada a la lucha
contra el fascismo). Cuando leí varios años después “Por quién doblan las
campanas”, reconocí en la novela la condensación de unos pensamientos, de unas
inquietudes que se abrían camino ya por aquellos días en que se desarrolló la
conversación a que tuve la suerte de asistir.
La charla se deslizó hacia las corridas de toros.
No podía ser que Hemingway, el gran aficionado
a las corridas no abordara esta cuestión. Ludwig Renn que ni conocía bien este
“arte” ni lo admiraba, escuchaba sin demasiado entusiasmo, como yo, sus
consideraciones.
- En primer lugar debo reconoceros que no puedo
comprender por qué el gobierno republicano ha tomado esta medida, que considero
excesivamente drástica, de prohibir las corridas… Estoy seguro de que rectificarán.
Interrumpiéndose, añadió pensativo:
- Claro, existe un único peligro en todo esto… en
cuanto al futuro de la tauromaquia… la técnica moderna de las corridas se ha
hecho demasiado perfecta… ¿Quién podría realmente superar a toreros como
Cagancho, Gitanillo de Triana, Villalta, Belmonte, Joselito, Manolo?... Cada
uno de ellos sería digno protagonista de una auténtica novela picaresca…
Antes de despedirnos de él, Hemingway me preguntó:
- ¿Hay muchos rumanos en la Brigadas
Internacionales?
Después de contestarle volvió sobre Panait Istrati.
- Que sepas que yo no puedo condenarle. Lo
considero, como Romain Rolland, un escritor de talento. Es un poeta innato,
enamorado en lo más hondo de su corazón de las cosas más sencillas: la
aventura, la amistad, la rebeldía, la carne, la sangre; incapaz de razonar en
la teoría y, por tanto, incapaz de caer en la trampa de un sofisma por bien construido
que esté. Y quiero aún decir algo más. Estoy seguro de que no lo sabes pues es
imposible que lo sepas. Se trata también de Panait Istrati. Hace varios años,
cuando realizó su afamado y muy comentado viaje a Rusia, volvió de allí con un
cierto sentimiento de frustración. El diálogo que mantuvo con un dirigente,
después de visitar unas cárceles y campos de trabajo, revelaba que se había
apoderado de él una cierta desilusión e incertidumbre. Este dirigente, tratando
de dar a Istrati una respuesta a sus inquietudes, le dijo que “no se puede
hacer tortilla sin romper los huevos”, a lo que Istrati le respondió de
inmediato: “Podría estar de acuerdo con esa explicación pero, desgraciadamente,
no he visto más que huevos rotos.”[2]
Mirándome con ojo maliciosos, añadió:
- No te enfades. No quiero ofender a nadie. Y
menos a los rusos, sin cuya ayuda, masiva y rápida, difícilmente podría luchar
este pueblo heroico. He contado todo esto sólo para que sus compatriotas le
puedan juzgar sabiendo más de él.
En el momento de la despedida, Hemingway nos dijo:
- Sé que las cosas están tranquilas ahora en el
Jarama. Pero tan pronto como se reavive el fuego, iré yo también al frente.
De hecho, pronto iban a comenzar los combates de
Guadalajara, frente que el escritor visitó incluso en pleno fragor de la
batalla.
***
Notas:
[1] Retraducción a partir del rumano. [N. de
los t.]
[2] Obsérvese las palabras que Valter Roman pone en
boca de Hemingway y las siguientes, procedentes de la obra Memorias de un revolucionario, escrita en francés en 1950, del
conocido trotskista Victor Serge, referidas a Panait Istrati:
(…) poeta
nato, enamorado con toda su alma de varias cosas simples: la aventura, la
amistad, la rebeldía, la carne, la sangre. Incapaz de un razonamiento teórico y
por consiguiente de caer en la trampa de un sofisma bien hecho. Le decían
delante de mí: “Panait, no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos,
nuestra revolución..., etc.”. Él exclamó: «Bueno, ya veo los huevos rotos.
¿Dónde está la tortilla?». (Memorias de un
revolucionario, Ed. Veintisiete Letras,
2011).
Las coincidencias y divergencias entre los dos
textos nos parecen altamente significativas. Dado que Bajo el cielo de España fue editado en 1972, es decir, 22 años
después del libro de Victor Serge, todo apunta a que Roman habría tenido acceso
al texto del autor trotskista y habría puesto en boca de Hemingway palabras
que, en verdad, no eran suyas. Si Victor Serge, a su vez, pudo copiar esas
misma palabras de otro autor (¿Romain Rolland? ¿El propio Hemingway?) es algo
que ni hemos podido demostrar ni nos parece probable.
En relación con las divergencias, nótese que
mientras Victor Serge atribuye la frase “no se puede hacer una tortilla sin
romper los huevos” a una pluralidad indeterminada de personas (Le decían…), el Hemingway de Valter
Roman se la endosa a un “dirigente” (“demnitar”, en el original rumano). El
hecho de que dicha cita haya sido atribuida recurrentemente a Stalin –cualquier
lector rumano de los años 70 no habría tenido la más mínima duda sobre la
identidad de ese “demnitar”- nos da las claves interpretativas, en el contexto
político nacionalista de la Rumanía de esos años: nos encontramos ante una
crítica apenas velada a Stalin en que el supuesto estalinista Valter Roman echa
mano de una fuente trotskista que, a su vez, camufla poniéndola en boca de
Hemingway. [N. de los t.]
3 comentarios:
La literatura en la epoca soviética es basicamnete esteril, una broma comparandola con sus grandes nombres del XIX. Y lo poco mencionable esta practicamente subyugado a la propaganda, en un tono infantil de blanco o negro, bien o mal, eliminando los miles de matices grises y claro oscuros del autentico arte de la literatura.
Hemingway de haber nacido en la Rusia de estos años hubiera sido otro escritor censurado más, eso con suerte de no ser depurado como otros muchos, como los poetas judios en la Noche de los Poetas Muertos.
No se diferencia mucho la literatura sovietica de la hitleriana, literatura de regimenes fascistas ambos, donde el artista queda silenciado por el fin último del partido. No es de extrañar que en los albores del nazismo Hitler acudia a los mitines comunistas para aprender a de su propaganda que luego utilizaría para atraer a las masas en su favor.
El comentarista censurado
Mira, Trola de Mierda, tu comentario no merece la censura -a pesar de que te cuelgues medallitas de perseguido- porque es mucho más útil que leamos todos las memeces que puede decir un lumpenburgués como tú.
Es bueno mostrar el nivel intelectual y cultural de la clase dominante: revela la necesidad de que deje de serlo.
Este tio tiene una bola de nieve en la cabeza. Seguro que no ha leido jamas una obra de literatura sovietica o de los paises socialistas, pero repite que es una mierda porque lo ha visto en la tele.
Decir que Máximo Gorki, Mijaíl Shólojov, Mayakovski, Ilf y Petrov, Kataiev, o tantos otros (haria falta un blog entero) sean representantes de una literatura esteril es propio de un analfabeto que, y así es explicable, a estas alturas de la película sigue creyendose el cuento de la superioridad del capitalismo y de que fascismo y comunismo son lo mismo...
Lo dicho. Encefalograma plano.
Saludos
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