domingo, 20 de enero de 2019

Un desconocido, de George Călinescu (realismo socialista rumano sobre la farsa democrática)

Imagini pentru tonita un vallekano
Grabado de Nicolae Tonitza en la Revista El Socialismo, 1919: ¿Qué carga el
trabajador sobre su espinazo?"
George Călinescu es conocido principalmente como crítico literario, desde sus primeros pasos en el periodo interbélico con gran sensibilidad social, y miembro del Partido Comunista desde que su partido, fundado por el, el Partido Nacional Popular, se integró en aquel. Siempre estuvo comprometido con la lucha antifascista y con la construcción del socialismo en Rumania, siendo elegido diputado ya en 1946 y seria el director de las tres revistas más incisivas en favor del comunismo de los últimos años de la Segunda Guerra Mundial: "Tribuna Poporului", "Națiunea" și "Lumea".

Realizó varios viajes a la Unión Sovietica y a China, publicando interesantes descripciones de los logros de amgos estados socialistas.

Tras la visita del escritor guatemalteco Miguel Angel Asturias a la Rumania Popular, en 1963, encantado por la calidad y compromiso social de la literatura rumana socialista, este tradujo una selección de cuentos de algunos de los principales escritores del país, en lo que se tituló Antología de la prosa rumana. Uno de los cuentos elegidos para ser traducidos es uno de Călinescu, "Un desconocido", en el que el autor describe el verdadero funcionamiento de la democracia burguesa y del electoralismo.

Aunque la historia está ubicada en los años previos a la Segunda Guerra Mundial, cuando el poder era repartido en los despachos entre el Partido Conservador y el Partido Liberal, y los métodos para eliminar a los díscolos que querían realmente servir al pueblo eran más expeditivos, se trata de un retrato de gran actualidad, después de que tras el golpe de estado de 1989 se reinstaurara la "democracia" meramente electoral en la que, con más eficaces métodos, se hace creer al pueblo que es libre de elegir pero al final siempre se elige lo que interesa a la clase dominante, la gran burguesía, el gran capital.

El protagonista de la historia, el honesto Celereanu, se da cuenta de cual es la situación e intuye la solución, y se presenta a las elecciones para cambiar las cosas: "Cualquiera que fuera la solución, la desigualdad de fortunas en favor de un puñado de grandes terratenientes, le pareció muy precaria. Era preciso que la tierra perteneciera a los campesinos. En resumen, su programa mínimo era: otorgar a los campesinos el derecho de expresarse libremente y darles la propiedad de la tierra. Celareanu constató que otros intelectuales pensaban como él y afirmó su fe en sus conclusiones". Sin embargo, en su viaje recorriendo el distrito durante la campaña electoral, bien acompañado y vigilado por un hombre del partido, va descubriendo que la situación es aún peor de lo que creía, además de los entresijos del funcionamiento de esta falsa democracia.
Miguel Angel Asturias

En el cuento tambien se describe al personaje de un político socialista, socialdemocrata, el típico oportunista que sigue plagando los partidos reformistas de hoy día: "En realidad no encontró ningún nexo entre la clase trabajadora y este presunto socialista, a quien se imaginaba agonizando por una gota de grasa que un mecánico hubiera dejado caer por error en su corbata. En verdad, el tal demócrata era un aristócrata decadente, propietario de un vasto dominio, que constituía la dote de su mujer. A pesar de su afectación, este antiguo jefe del Partido Socialista, que se había separado del partido y formaba grupo aparte, habló a Celareanu de una manera simple y afable. Dijo que por el momento la lucha por la causa del socialismo parecía imposible. En espera de una coyuntura favorable, los viejos partidos manejaban la situación, y sólo dentro de sus moldes un demócrata podía abrirse camino y hacerse escuchar".

El control sobre la democracia por parte de unos pocos sigue siendo el mismo hoy que entonces, y el final del cuento es solo uno de los muchos de los que la historia del siglo XX y XXI, cuando se trata de evitar que se defiendan los intereses del pueblo trabajador, nos ha dado innumerables ejemplos

***

Un desconocido, de 
George Călinescu

¿Qué sentimientos experimentaba el señor Nicu Electoru cuando, sentado en el cabriolet al lado del Profesor Adam Celareanu, hacía chasquear el látigo sobre el anca de dos caballos blancos tirando del coche que se deslizaba sobre la ruta, bajo una luna llena, enorme y roja, como un plato de cobre recién retirado de las brasas?

El Profesor Adam Celareanu, al contrario de su compañero de ruta, parecía encantado con el espectáculo de aquella noche de luna, que contemplaba ensimismado y que sin duda habría puesto en peligro el equilibrio del cabriolet, si fuera él el conductor. Aunque en gira electoral y apasionadamente preocupado por los problemas políticos, amaba la naturaleza y se emocionaba con lo bello y lo sublime. Su mímica expresaba todos los matices de esa admiración. Su mirada se tornaba a veces hacia el señor Nicu Electoru, en la esperanza de encontrar una afinidad con sus sentimientos. Pero el señor Nicu era impasible, no manifestaba ni entusiasmo ni reserva, ni alegría, ni tristeza, sólo la atención reposada en las riendas que manejaba con una sonrisa cortés. De pronto, mientras el Profesor se planteaba la cuestión de averiguar si en los valles lunares crecería alguna vegetación, como los sicómoros, los pinos o los nenúfares, un brusco salto lo sacó de su asiento. Y por poco vuelca el coche. El conductor le hizo observar respetuosamente que la ruta era muy quebrada y Adam Celareanu tuvo que volver de sus sueños.

—¿Por qué será tan malo el camino?

Nicu Electoru describió unos círculos en el aire con su látigo fustigando los caballos, y dijo simplemente:

—Los campesinos rehúsan hacer el trabajo gratis. Cada uno se va por su lado, buscando trabajo remunerado.

Celareanu recordó un discurso pronunciado por un jefe del Partido Liberal, cuando anduvo en gira 
Los boyardos exprimiendo al pueblo (Revista Furnica)
de propaganda por las cabezas departamentales, en víspera de las elecciones de 1907. Aquel personaje, con gesto grandioso, pasando sus dedos entre sus cabellos aleonados, que dejaba crecer imitando a Barbu Delavrancea (1) exclamaba:

—Nos ocuparemos, antes que nada, de las vías de comunicación, factor esencial del desarrollo de la economía nacional y del bienestar del pueblo rumano. El petróleo y los cereales, esos dos importantes productos de Rumania, para ser transportados necesitan caminos, vías férreas, puertos. Atravesaremos la Rumania entera con rutas más perdurables que la Vía Apia. Los campesinos perdidos en el fondo inexplorado de las montañas, podrán venir a las ciudades para vender sus productos. Centenares de miles de brazos, hoy sin empleo, encontrarán trabajo, y así los campesinos, esa clase tan castigada, podrán ganar su existencia honestamente y reconstruir sus hogares.

Después de esa tirada inspirada, el orador bebió un trago en su gran vaso de agua, lanzando una mirada de satisfacción al frente y a los costados, como si realmente se encontrara en el cruce de dos rutas monumentales, recientemente pavimentadas.

Poco tiempo después llegó un hombre de Estado, miembro del Partido Conservador, quien con la misma vehemencia que el primero, agitando sus bigotes, que según la moda de aquellos tiempos le crecían como dos tirabuzones bajo la nariz, divulgó cosas terribles.

—Desde lo alto de esta tribuna, yo le pregunto al señor Sturza qué han hecho los liberales para establecer una relación estable entre los campesinos y las ciudades, entre Rumania y los mercados extranjeros, que adquieren nuestros productos, qué han hecho para utilizar la mano de obra de nuestro país. Yo me permito plantear este interrogante...

El orador calló un instante, como si la respuesta pudiera caer del cielo, y como no llegara, continuó:

—Los liberales hacen una pura demagogia, prometiendo montes y maravillas. Quieren hacernos pasar a nosotros, a la clase que protege las tradiciones y los tesoros de nuestra nación, como causantes de los infortunios de los campesinos. Con su concepción simplista, los campesinos verán caer del cielo el maná celeste, el día en que las propiedades de los boyardos se les repartan. Personalmente acepto esta solución, si el mismo Partido Liberal, en el seno del cual figuran tantos grandes terratenientes, cuyos nombres por discreción no quiero divulgar, lo acepta. (Vivos aplausos. Se grita: ¡Sturza, Bratiano !) (2). En realidad, señores, debo decirles una verdad: no existe bastante tierra laborable para contentar a todo el mundo, por lo tanto, fatalmente, la prosperidad del país debe estar en manos de una clase restringida e histórica, que posee los medios de realizar en forma moderna su explotación. Decidme si un campesino puede permitirse comprar una segadora mecánica, una 'Victoria Drill'... Esta última frase produjo un efecto indescriptible en la sala llena de terratenientes y de fuertes granjeros... Ante ese argumento irresistible aplaudieron largamente con sus dedos regordetes, llenos de anillos de oro.

—A mi entender, continuó el orador, retorciendo las puntas de sus bigotes, la solución reside en el empleo de la mano de obra en las canteras de la construcción nacional. Necesitamos instalaciones portuarias, silos, puentes, vías férreas, rutas... ¿Qué se ha hecho para todo esto y cómo se ha hecho?... Apenas conseguimos liberarnos de las concesiones extranjeras que gravaban ferrocarriles y pensamos en someter de nuevo nuestros recursos nacionales al capital extranjero...

Adam Celareanu, que había escuchado los discursos citados, admitía las verdades expresadas por cada orador, consideradas parcialmente parecían indiscutibles, pero que sentía viciadas por un sofisma esencial, que no alcanzaba a descifrar. Esos bellos discursos tenían sólo un efecto de gran desfile, y terminaban siempre en el mismo restaurante con un banquete en que se servía champagne Pommery de Rheims, y para alentar la industria nacional, vino Rhein seco de Azuga. Se realizaban al mismo tiempo algunas demostraciones prácticas. Los liberales desparramaban canto rodado a lo largo del camino departamental y hacían pasar sobre él una aplanadora. En nombre del Partido Conservador, el más grande propietario local, cuyo dominio cubría dos aldeas enteras, ofrecía un espectáculo a su costa, haciendo reparar la ruta comunal, con hombres que él pagaba y recubriéndola a su vez de montículos de piedrín. Cuando las elecciones terminaban, las cosas quedaban así.

Era una ruta electoral como ésta la que hizo saltar de su asiento en el cabriolet al señor Nicu Electoru. Los dos viajeros atravesaron las aldeas de Mireasa, Gavana, Bivoli, Birca, anunciadas en voz baja por el señor Nicu, a la luz de ese crepúsculo lunar, cruzando por entre cortinas de acacias. Las chozas miserables de las aldeas, apenas se destacaban sobre el fondo sombrío de los campos. Contagiado por la melancolía del ambiente, las meditaciones del Profesor Adam Celareanu se vieron bruscamente interrumpidas cuando, al asomar a la aldea casi invisible de Plosca, un clamor caótico se elevó como un concierto lúgubre de ladridos de perros.

—¿Qué sucede?... preguntó Celareanu, en mi vida oí ladrar tantos perros juntos...

—Y bien, explicó simplemente el señor Nicu Electoru. Esta aldea fue incendiada y está hoy casi desierta. Sus habitantes fueron en gran parte fusilados, cuando la rebelión del año pasado (1907) (3), otros huyeron fuera por temor o por falta de tierra. Los perros que han quedado acá, aúllan a su gusto en los patios vacíos y se alimentan a la buena de Dios.

En la aldea de Ghebosi, un espectáculo feérico lo sacó de sus meditaciones. Bajo el claro de luna, en una vasta extensión del paisaje, a un lado y otro de la ruta, se formaban pantanos en una ordenación ingeniosa, que parecía creada por un arquitecto hidráulico. El Profesor, lleno de entusiasmo, pensó en los más célebres trabajos de ingeniería hidráulica. El gran pantano estaba formado por una infinidad de pequeños charcos circulares alrededor de los que crecían hierbas, que parecían juncos. Reflejada en esos innumerables lagos redondos, la luna se multiplicaba milagrosamente en decenas de planetas. De cerca y de lejos se oía el croar de las ranas, cuyos sonidos de flauta se mezclaban al canto de las cigarras, formando un delicioso concierto, muy del agrado de Adam Celareanu.

—Ignoraba que existieran estos parajes... un estanque... casi un parque... según lo que veo... ¿será un dominio?...

—No, replicó el señor Electoru, cuando la sublevación del año pasado, la resistencia fue aquí particularmente encarnizada, y la artillería, para destruir las chozas, labró tan profundamente la tierra con los obuses, que cavó en ellas estos enormes huecos... más tarde las lluvias los anegaron...

Adam Celareanu tembló como si un hielo glacial lo hubiera alcanzado. Cuando pudo recuperar su equilibrio interior, se echó a reflexionar de esta manera:

—Gastamos una energía extraordinaria para destruir los monumentos y exterminar a los hombres, el arte del ingeniero se emplea para fabricar cañones, logramos milagros de organización para alimentar ejércitos de combate, y no podemos, sin embargo, pavimentar una ruta ni alimentar una población apacible. En la estructura social debe existir un vicio que hay que descubrir y remediar.

Al llegar a la aldea de Cruntzi, detuvieron al cabriolet frente a una taberna para dar un respiro a los caballos.

A pesar de ser día de trabajo, un gran número de hombres, a los cuales era difícil calcularles la edad, dado que todos llevaban barbas hirsutas en sus caras extenuadas, y miradas apagadas, ocupaban las mesas, llenas de pequeñas copas. Entre ellos se hallaba una mujer que tenía en los brazos una criatura, a la que, para calmarla, le daba de tanto en tanto pequeños sorbos de tzuica. A la luz vacilante del fuego que ardía frente a la puerta, el grupo parecía animado de una alegría extraña, vecina al sarcasmo. Adam Celareanu les dio las buenas noches y tomó asiento cerca de ellos durante unos instantes. Cuando, con toda discreción preguntó a la mujer si no creía que su hijito lloraba de hambre, un campesino le respondió en lugar de la madre:

—¿Con qué podrá alimentarlo ella, mi buen señor? No tiene leche y por cierto que por aquí no hay ni buen pan, ni bizcochos. Aquí no hay más que aguardiente.

Adam Celareanu le sugirió que con el dinero que gastaban en alcohol podían comprar otro alimento más apropiado. Adivinando su pensamiento, los campesinos se pusieron a informarle más a fondo.

—Vea usted, señor, nosotros no tenemos un solo centavo en la bolsa. Bebemos tzuica porque nos la dan al crédito y la pagamos con nuestro trabajo, y de este modo engañamos el hambre.

Según estos hombres la taberna pertenecía al señor del lugar que la alquilaba al cabaretero, quien a su vez pagaba el alquiler con el trabajo de esos clientes que tomaban aguardiente al crédito. Uno de ellos, el más joven, plantándose su bonete sobre los ojos, se puso a recitar un estribillo que definía cual era la situación alimenticia en aquella aldea de Cruntzi:

Vamos bajo un cielo...
a vender el carro y los bueyes
sembremos en el bosque...
uvas secas y repollos.


En ese momento, al claror de la luna avivado por el reflejo de las llamas, apareció una figura extravagante. Una vieja mujer que vestía una falda atada a la cintura con una tira de cuero y cuyos cabellos blancos, hirsutos y desatados, eran cortos para una mujer. Algo así como el rey Lear, la cual se puso a golpear el suelo con sus pies, ejecutando ella sola una sirba y profiriendo gritos agudos:

¡Hi, hi, hi, hi,
Hi, hi, hi, hi!

Danzando con indecencia demoníaca, aproximóse al pozo, cuyo brocal de troncos era muy bajo, y cuyo balancín mantenía suspendido sobre su cabeza, igual que una cuerda de horca, el gancho al final del cual estaba atado el balde.

—Escucha, gritó un viejo... cuidado, no se vaya a caer de nuevo al pozo...

—Si cayera, observó la mujer que daba de beber tzuica a la criatura, tanto mejor para ella...

—¿Es una loca?, preguntó Celareanu.

—Tiene pelagra, señor, respondió su vecino de mesa.

Adam Celareanu repasó en la memoria otros puntos sobre los cuales habían insistido de manera idéntica, en sus discursos electorales, el corifeo de la melena hirsuta y su adversario conservador, el hombre con los bigotes a lo Cyrano de Bergerac:

—La salud de la clase campesina es un problema que examinaremos con todo el cuidado que merece.

La prédica del cañón, Revista Furnica, en relación
a los cañones utilizados contra los campesinos en 1907,
con la bendición de la iglesia ortodoxa 
La miseria fisiológica de los aldeanos debe ser combatida con una alimentación abundante y racional. Por medio de los bancos populares, levantaremos el nivel de vida de las aldeas, poniendo a disposición de los campesinos los créditos que necesiten para cultivar sus tierras de modo más científico y abundar así sus ingresos. No nos detendremos ante ningún sacrificio... etc…

Al llegar a Scoarta, los dos viajeros se vieron obligados a detenerse de nuevo, para apretar una de las ruedas del carruaje, que se había aflojado. Mientras se hacía el trabajo, Adam Celareanu penetró en aquella casa campesina a la que las paredes exteriores, blanqueadas con cal, le daban un aspecto cuidado. Al entrar, lo golpeo el insoportable olor que se sentía en la habitación, demasiado reducida para el número de personas que vivían en ella. No contenía más que una tabla ladera recubierta de manojos de juncos colocados a lo largo del muro de cada lado de la chimenea. Sobre el armazón de la cama estaba acostado un viejo y su mujer, un hijo y la nuera, otro hijo más joven, la hijita de la joven pareja y un muchachito. Una lámpara de petróleo, colocada sobre una pequeña mesa, alumbraba esta especie de asilo nocturno.

Cuando Celareanu penetró en la habitación, conducido por un hombre de cierta edad, otro de los hijos del viejo que dormía en el granero, el anciano y el hijo casado, se incorporaron al borde de la cama, posando en tierra sus pies desnudos, que con timidez encogían y extendían separando los dedos.
Celareanu se sentó sobre un banco. Fue entonces cuando escuchó un débil gemido y vio que el muchacho rodaba la cabeza de un lado y de otro, como afiebrado.

—¿Qué tiene el niño?, preguntó.

—Señor —respondió la madre, junto a la cual estaba acostada la criatura—, tiene fiebre, con temblores cuando llega la noche, y languidece así todo el día. Hace dos años que está así. Se pone peor en otoño, en invierno parece mejorar un poco.

—¿No lo hizo ver por un médico? ¿No hay aquí un médico comunal?

—Sí, hay uno, del lado de Moara-Saraca, dijo el padre del chico, interviniendo en la conversación. Pero no pasa nunca por acá. No tendría mucho que ganar con gente tan pobre como nosotros. Antes de las elecciones llegó un señor, un diputado, que decía ser médico. Anduvo de casa en casa, cuando vio a nuestro chico nos dijo que tenía la fiebre de los pantanos. Hasta nos dio unos pesos para comprar medicinas.

La vieja intervino:

—Como podía ser fiebre de pantanos, si por aquí no hay pantanos.

El padre del chico, con un poco más de respeto por la ciencia, no le dio la razón a la vieja.

—No compramos los medicamentos. No teníamos el dinero necesario ni los medios para ir hasta la ciudad, Además, el diputado nos dijo que los remedios no tendrían ningún efecto, ningún resultado, si el chico no estaba bien alimentado. Nos aconsejó a todos que comiéramos carne y pan blanco... y al decir esto rió con amargura. La gente de por aquí sólo comemos un hervido de maíz, señor. Algunas veces maíz cocido bajo la ceniza, otras, un poco de verdura, según la estación. En cuanto a la carne, no la hemos probado desde el día de nuestro casamiento.

—No sé lo que puede tener, añadió la madre, completando la frase de su marido. Tiene siempre el vientre hinchado y algo que se le retuerce por dentro, como si tuviera serpientes en todo el cuerpecito. Dios quiera que no sea eso.

—Baja, pequeño, para que el señor te vea... —la madre empujando la carpeta que le servía de frazada, bajó de la cama y al hacerlo se vio que estaba encinta. Hizo descender al chico y con un movimiento brusco le arrancó la camisa de tela gruesa, toda remendada y demasiado corta para él. Ante este espectáculo, Adam Celareanu se sintió profundamente emocionado. El chico tenía los brazos y las piernas descarnadas, flacas como palillos, el pecho revelaba de una manera brutal la caja torácica, unos grandes ojos negros que miraban espantados, los labios cenizos, sólo su vientre era redondo e inflado como un odre.

—Deben darle quinina, les aconsejó Adam Celareanu. Yo se la enviaré de la ciudad.

—¿Será usted también diputado?, preguntó la madre.

Celareanu, intimidado por lo que parecía una ironía hacia él, respondió evasivamente.

—No, es decir sí, tal vez..

El viejo, que hasta entonces, como reflexionando, movía y apartaba los dedos de los pies, escupió en el suelo y expresó su opinión:

—Para qué darle quinina, de qué le serviría quinina... nosotros sabemos bien de donde viene su mal... hay otros remedios para eso...

—Cuéntale al señor, como sucedió, le dijo la vieja como alentándolo...

—Bueno, siguió el viejo, le voy a contar... hay gentes muy malas en este mundo... Tenemos un vecino que juntó unos pesos, haciendo acarreos, yendo de un lado a otro por el país, aprendió a cocer ladrillos. Fabricó un horno para cocer sus propios ladrillos y se puso a construir una casa de ladrillos como en la ciudad.

—Era su mujer quien lo instaba a hacerlo así... —adujo la madre del niño.

—Ya lo creo, admitió el viejo. Usted sabe que las casas de ladrillo son malsanas. Las casas deben ser hechas con adobe, mezclando estiércol de vaca con tierra, para dar calor. Los ladrillos son muy pesados para la tierra. Cuando el vecino estaba haciendo su casa, la mezcla no cuajaba y se desmoronaba. Y sabe lo que se le ocurrió a ese mal hombre, conquistar a nuestro pequeño Tilica, y por un pedazo de pan lo hacía quedarse frente al muro en pleno sol, hasta que consiguió enmurar su sombra. Desde entonces nuestro muchachito va de mal en peor y se comprende, porque le ahogó el alma.

Ante esta obtusa y nefasta superstición, Adam Celareanu creyó inútil replicar. Además, en ese momento, Nicu Electoru le invitaba a subir al cabriolet.

Celareanu recordó que los oradores, tanto conservadores como liberales, en vísperas de elecciones hacían cuestión de honor el prometer más cultura para las aldeas, por medio de escuelas, de bibliotecas populares, de conferencias "para que el pueblo rumano, liberado del oscurantismo, pueda marchar por la vida luminosa de la civilización".

Es el momento de explicar como Adam Celareanu efectuaba aquel viaje en cabriolet al lado del señor Nicu Electoru.

Después de haber hecho estudios en el extranjero, Celareanu fue nombrado profesor de ciencias en un liceo de provincia. Su padre también había sido profesor. Por lo tanto sin ningún lazo con la vida campesina. En cuanto a su nombre, Celareanu, provenía de Celarean, por una modificación que trataba de distinguirlo de los muchos miembros de su numerosa familia que habitaba la ciudad. Cuando se produjo la sublevación de 1907, Celareanu tenía casi cuarenta años. Era un hombre honesto, soltero, que había vivido siempre sólo con sus libros, y el acontecimiento lo sorprendió. Habituado al método exacto de las ciencias, hizo su propia encuesta sobre la situación, sin dejarse influenciar por consideraciones ni opiniones interesadas. Sus conclusiones fueron aterradoras. Según su juicio, allí donde la inmensa mayoría de la población productiva vivía en terrible miseria, sin ninguna posibilidad de hacerse escuchar, el país iba a la catástrofe. No disponiendo de una suficiente documentación política, llegó a dos conclusiones sacadas de la naturaleza misma de los hechos. Primero: que en lugar de apuntar cañones sobre los campesinos, lo más natural era dejarlos expresarse libremente y decidir de la organización de Estado, es decir darles el voto universal. Y en segundo lugar, el problema agrario. Cualquiera que fuera la solución, la desigualdad de fortunas en favor de un puñado de grandes terratenientes, le pareció muy precaria. Era preciso que la tierra perteneciera a los campesinos. En resumen, su programa mínimo era: otorgar a los campesinos el derecho de expresarse libremente y darles la propiedad de la tierra. Celareanu constató que otros intelectuales pensaban como él y afirmó su fe en sus conclusiones. En una conferencia pública, que se realizó en su ciudad natal, Celareanu tuvo un suceso inesperado. Se reveló orador. Apartándose de la sentimentalidad elocuente de moda en la época, habló basándose en datos precisos. Presentó una imagen perturbadora de la situación. Le pidieron que repitiera su conferencia; cosa extraña, la sala estaba llena por terratenientes y granjeros. Siempre los mismos, que escuchaban, sin mucho entusiasmo, unos incrédulos y otros preocupados, pero que aplaudían todos con una sonrisa untuosa entre los labios, a fin de estar a diapasón con el resto de la sala. Celareanu publicó varios artículos en un diario democrático independiente de la capital. No sin constatar, con cierta extrañeza, que se suprimían cuidadosamente en ellos, las alusiones a los hombres políticos más hostiles a la idea de la reforma. Los jefes de las dos organizaciones políticas de su ciudad natal le hicieron algunas proposiciones. Indeciso, Celareanu partió para Bucarest y solicitó audiencia a un personaje que pasaba por ser un líder socialista.

Este socialista, cuyo valet usaba un chaleco gris rayado, poseía una mansión en la calle Polona, que era una verdadera capilla, dado el número excesivo de iconos, de veladores y de incensarios colgados de los muros, encima de divanes cubiertos de tapices de karamanie y de Rumania. Un estetismo eclectivo y pesado caracterizaba el interior de la residencia de este demócrata.

Cuando Celareanu pasó al escritorio, se encontró en presencia de un hombre pequeño, delgaducho y rubio, con cabellos y barbas muy ondulados, en apariencia naturales, de tez delicada y mejillas rosadas. Vestía con rebuscamiento. Enarbolaba una enorme corbata de plastrón, pinchada con un alfiler que lucía trébol de perlas, corbata que cubría todo el espacio que dejaba libre su chaleco.

Las manos del demócrata eran pequeñas y pálidas, con largas uñas, ligeramente amarillentas. Parecía 
El pintor e ilustrador Iosif Iser, los boyardos sobre el espinazo del
campesino, Periódico Adevarul, 1907
este hombre una flor de invernadero cultivada a temperatura de calorífero. Fue sobre todo su manera de hablar, con la punta de los labios, arrastrando las erres, lo que más desorientó a Celareanu. Tenía la impresión de que en una asamblea de masas, la voz de ese pálido demócrata debía zumbar como el vuelo de una mosca. En realidad no encontró ningún nexo entre la clase trabajadora y este presunto socialista, a quien se imaginaba agonizando por una gota de grasa que un mecánico hubiera dejado caer por error en su corbata. En verdad, el tal demócrata era un aristócrata decadente, propietario de un vasto dominio, que constituía la dote de su mujer. 

A pesar de su afectación, este antiguo jefe del Partido Socialista, que se había separado del partido y formaba grupo aparte, habló a Celareanu de una manera simple y afable. Dijo que por el momento la lucha por la causa del socialismo parecía imposible. En espera de una coyuntura favorable, los viejos partidos manejaban la situación, y sólo dentro de sus moldes un demócrata podía abrirse camino y hacerse escuchar. Si hubiera que elegir entre los dos partidos, estaba convencido que el programa del Partido Conservador, aun de aquel que había surgido de la ruptura de Take Ionescu en 1907, no podía tener ninguna popularidad. En cuanto al Partido Liberal, cuyo jefe Sturza, enfermo y desacreditado, sería inevitablemente reemplazado, y se vería obligado por la fuerza de los acontecimientos a sostener nuevas ideas. Sincero o no, este partido podía ofrecer a un hombre con ideas avanzadas una plataforma provisoria. El ex socialista de barba rizada consideró inútil llamar la atención al Profesor sobre los obstáculos que la tiranía del jefe del partido habría opuesto a toda veleidad de cisma. Celareanu tuvo la debilidad de dejarse convencer, y cuando un representante del Partido Liberal le propuso lanzar su candidatura en el tercer colegio electoral, en una elección parcial, para un acta de diputado, que había quedado vacante por un deceso, en la elección que iba a realizarse en noviembre de 1908, Celareanu aceptó, creyendo que desde lo alto de la tribuna parlamentaria podía dirigirse al país entero. Así fue entregado en seguida a la vigilancia de Nicu Electoru. Éste tuvo por misión de asegurar la popularidad del nuevo candidato, en el departamento en que se realizarían las elecciones, que no era el departamento natal de Celareanu, y debía poner, además, a su disposición todos los medios materiales que pudieran ser útiles para su campaña electoral.

En lo que se refiere a Nicu Electoru, el estado civil de este personaje era de lo más oscuro. Efectivamente se llamaba Nicu, nombre al que se agregó un otro, ignorado por sus conciudadanos, que lo llamaban Nicu Electoru, a causa de su función esencial, que era la de asegurar la elección de los candidatos de ambos partidos, liberales o conservadores, según fuera el caso. Los diarios políticos lo nombraban humorísticamente: señor Maternicu, haciendo alusión a sus incontestables dones diplomáticos. Su primera profesión parece haber sido de abogado, sin título. Nadie lo oyó nunca defender un pleito, aunque una numerosa clientela franqueaba el umbral de su casa. Probablemente, el señor Nicu era un hombre de muchas relaciones y gozaba de una autoridad excepcional, resolviendo todo proceso en forma directa, hablaba con los jueces y entregaba los asuntos por un porcentaje a abogados de menor importancia.

Para dar una idea de la autoridad del señor Nicu bastará decir que un día el tren expreso lo esperó una hora y media en la estación, porque el Elector debía llevar importantes novedades a su jefe en Bucarest. Nicu podía entrar a todas partes y a cualquier hora, no sólo en su distrito, sino en Bucarest, con los ministros y los jefes políticos de todos los partidos. El Primer Ministro, cuando él anunciaba su visita, no se permitía hacer esperar a un personaje tan delicado. Y lo recibía sin más tardanza. Pero Nicu Electoru no se envanecía por estas muestras de consideración, se conservaba modesto, reservado, cortés, y saludaba siempre con su eterno "Mis respetos", pronunciado sin servilismo.

En Pociovalistea, Nicu Electoru, Adam Celareanu y el alcalde se dirigieron al centro de la ciudad, donde se encontraban las casas más importantes. Una de éstas daba directamente sobre la calle, y tenía un cartel metálico en el que se podía leer "La Fraternidad - Banco popular". Frente a la escuela, una muchedumbre de campesinos, hombres y mujeres, casi todos de bastante edad y muy haraposos, se apretujaban gritando:

—¡Que nos dejen entrar, señor diputado!

El alcalde gritó de pronto con voz brutal y autoritaria:

—¿Por qué se han juntado aquí tan temprano? ¿No tienen nada que hacer? Vuelvan a sus ocupaciones...

Un gendarme se lanzó furioso contra la muchedumbre y empezó a repartir golpes a un lado y otro, como si se tratara de una tropilla de bueyes. Las mujeres fueron las más audaces.

—Vete al diablo, porquería, ¿con qué derecho nos estás golpeando?

Celareanu, que deseaba dirigir un discurso a los campesinos, quedó muy sorprendido con la actitud del alcalde y le pidió una explicación.

—¿Por qué no les permite entrar, señor alcalde? Yo he venido acá precisamente a hablar con ellos.

El alcalde frunció las cejas y su boca tomó su habitual gesto de desagrado, mientras que el señor Nicu Electoru, silencioso, se retorcía las puntas de sus mostachos, imitando así al orador del Partido Conservador, gesto que en él, para los que lo conocían bien, era prueba de profunda meditación y decisiones impenetrables.

—Tenemos orden de prohibir los aglomeramientos..., respondió el alcalde con cierto acento de burla. Y además, no son las mujeres las que van a votar por usted, sino los delegados. Entonces, para qué perder tiempo...

—Pero es que yo deseo conversar con el pueblo..., insistió Adam Celareanu con fogosa ingenuidad.

El alcalde frunció la nariz y el señor Nicu Electoru retorció más sus mostachos. Afuera, los campesinos se armaron de valor.

—Que la banca nos dé prestado dinero, señor, para comprar maíz, reclamó uno entre ellos. Otro gritó:

—Que nos reduzcan una parte de los intereses. Estamos muy pobres.

—Nosotros también tenemos derecho a nuestra porción de madera, gritó una mujer.

Esa última reclamación no fue bien comprendida por Adam Celareanu, el cual ignoraba cómo andaban las cosas en esa región. La localidad de Pociovalistea estaba situada en el norte del departamento, en una región montañosa y forestal. Algunas familias de la aldea tenían grandes propiedades forestales. Así Sterie Pociovalisteanu, el abuelo del alcalde, era dueño de millares de hectáreas de bosque, en las montañas, sin contar con otras propiedades en el valle, y por eso, figuraba entre los más ricos terratenientes de la región.

Otros parientes del alcalde acaparaban también gran parte de la tierra del departamento.

Sostenido por los grandes bancos de la capital, el Banco Popular efectuaba operaciones en toda la zona, aumentando el capital de la empresa forastera, que producía sobre todo madera de construcción, y acordaba préstamos mínimos a los campesinos, haciéndolos después perseguir por deudas y obligándolos a emplearse en los aserraderos, por un vil pago. Y he ahí por qué las mujeres exigían su ración de madera.

El conflicto sobre la entrada de los campesinos al edificio de la escuela fue solucionado por el alcalde en un abrir y cerrar de ojos. Ordenó que los campesinos entrarían por la puerta de atrás. El gendarme se puso a empujarlos violentamente hacia allí, mientras Celareanu y sus acompañantes penetraban al local. En una de las salas de clases, sentado sobre los bancos de los alumnos, mirábase un público bastante reducido. De los que estaban afuera, ninguno apareció... Todo no había sido sino una simple maniobra. Los campesinos sin duda fueron conminados a irse a sus casas. Celareanu se extrañó del aspecto de los asistentes. Había dos tipos de hombres muy distintos desde el punto de vista físico y de la vestimenta. Los unos gruesos, corpulentos, altos, de buen color, vestidos con trajes de campesinos de paño blanco bordados con pasamanerías, como los postillones, los otros llevaban una chaqueta negra sobre la camisa visible, las barbas revueltas cortadas a tijera de manera irregular, la piel tostada, pero todos sin excepción tenían ojos pequeños como el alcalde. Eran los pociovalisteanos y los Arzoi, los ricachos de la aldea que apenas sabían leer, pero que eran muy hábiles para el manejo de los negocios. En la primera fila de las bancas estaba sentado el abuelo del alcalde, Sterie Pociovalisteanu, reconocible por un tic nervioso que le hacía apretar sin cesar los labios. Septuagenario, con cabellos blancos como la nieve, tenía signos evidentes de arteroesclerosis, respiraba con dificultad, pero escuchaba poniendo mucha atención. En sus dedos brillaban anillos de oro macizo. Sterie era conservador, su nieto, el alcalde, era liberal. En cuanto a los otros miembros de las familias pociovalisteanu y Arzoi se repartían los cargos, unos conservadores, otros liberales, y continuaban siendo, en familia, los amos de la situación bajo cualquier régimen.

Hacer propaganda electoral entre esas gentes era cosa imposible, pero Adam Celareanu lo ignoraba. Allí todo se decidía en un círculo cerrado. Un pociovalisteanu era el delegado que votaba en el tercer colegio electoral, en nombre de la comuna. Cuando empezó su discurso, Celareanu se dirigió a ellos, poseedores de centenares, millares de hectáreas, habiéndoles de los sufrimientos seculares del campesinado. Les aseguró que gente de bien pensar se habían hecho cargo de ese estado de cosas, y que era absolutamente necesario dar la tierra a los campesinos, así como el derecho al voto directo y universal. La asistencia escuchaba en un silencio impenetrable. Sin dar ningún signo de impaciencia o desaprobación. Pero tampoco de entusiasmo. El viejo Sterie movía sin cesar la boca, como si una mosca lo picara, se rascó una vez la cabeza y cuando alguno de los otros aplaudió, golpeó una contra otra las palmas de sus manos largas y nudosas. Inclusive se aproximó a darle la mano a Celareanu cuando bajó de la tribuna, y éste creyó estrechar entre las suyas la mano de una estatua gigante. A decir verdad, los pociovalisteanos y Arzoi no se dejaban asustar por simples palabras y cuando el gobierno al cual apoyaban les daba orden, escuchaban al que llegaba, a sabiendas de que los políticos tienen la costumbre de emplear palabras ampulosas. Pero los campesinos que habían escuchado a través de un vidrio roto de la ventana que daba sobre la huerta de la escuela, hicieron correr la voz entre aquellos que constituían realmente la aldea, es decir los menesterosos, lo que habían retenido del discurso de Adam Celareanu.

—Nos van a dar leña del bosque... van a repartir la tierra... dicen que han dado orden de anular los intereses ...

—No solamente los intereses, también el capital, agregó otro.

Esta conversación fue sorprendida por los pociovalisteanos y los Arzoi en el momento en que abandonaban el edificio de la escuela. El alcalde, con el cuello anudado con un cordón con borlas, frunció la nariz, mientras el señor Nicu Electoru atormentaba su bigote. Adam Celareanu había dado un paso en falso...

Los caballos fueron enganchados al cabriolet ofrecido por Sterie Pociovalisteanu, quien se mostró muy amable. Respirando con dificultad sondeaba cada palabra de los asistentes.

Celareanu y Nicu Electoru se encaminaron al dominio del príncipe Vlad Mircea Negrescu. Este candidato del Partido Conservador pretendía descender, en línea directa, de Negru Voda y que por este hecho estaba emparentado a las más notables familias de la nobleza. El príncipe recibió a Celareanu con una extrema amabilidad. Una dama con un tocado en forma de campana acompañaba al príncipe sentado en un canapé. Los esfuerzos de este Vlad Mircea Negrescu para mostrarse amistoso, encontraban un obstáculo en la dificultad con que se expresaba en rumano. En la conversación anodina que siguió, discutieron de la naturaleza, del paisaje, y Celareanu, habiendo hecho algunas comparaciones con otros lugares, puso en descubierto la fantástica ignorancia del príncipe en lo tocante a la geografía del país. Para salvar la situación, la dama sentada en el canapé, que era madame Farfara, cuyos talentos de genealogista se mostraron evidentes, habló sin darse tregua y con un cierto cinismo:

—Querido señor Celareanu, conservadores o liberales, ¿no son acaso la misma cosa? Voy a darle un ejemplo, para que usted sepa bien a qué atenerse. El príncipe, por su madre es un Rucareanu, su tío por el lado de su madre era el padre del jefe de la organización del Partido Liberal, el señor Rucareanu. En consecuencia es primo hermano del príncipe. El dominio de Scoarta limita con el dominio de Dobritza, propiedad de Rucareanu, y los dos antes formaban una sola propiedad. Por lo tanto, liberales o conservadores estamos emparentados unos con otros, y todos somos propietarios. Usted, que es ahora candidato del Partido Liberal, está sostenido por el sobrino del príncipe, el senador Rucareanu. Y tomando las cosas muy en serio e indisponiéndose con los conservadores, usted conseguirá disgustar a los liberales, lo que no hace sino comprometer su hermosa carrera. Le digo esto, para que sea usted un poco más filósofo.

Cuando volvieron a subir al cabriolet, Celareanu preguntó, un poco irritado, al señor Nicu Electoru:

—¿Por qué teníamos absolutamente que hacer esta visita?...

Y Electoru, mientras con su látigo trazaba espirales sobre los caballos, pronunció, sin entonación especial y con un cierto humor, del que parecía no darse cabal cuenta:

—¡Parlamentarismo inglés!
F,Sirato, Revista Furnica, 1914: retrato de los candidatos

Después de aquel viaje electoral, el señor Nicu Electoru estuvo muy ocupado. Recibió y envió telegramas. Se ausentó a menudo. Y guardó a Adam Celareanu en una especie de cautividad, en su casa, so pretexto que era demasiado apresurado abandonar la ciudad y peligroso mostrarse en las calles de las aldeas, a causa de los agentes del Partido Conservador, que no andaban nunca sin sus cachiporras y que eran capaces —¡Dios nos preserve!— de cometer un crimen. Como Celareanu no parecía muy convencido, el señor Nicu lo llevó un día en cabriolet y a la entrada de la primera aldea que se llamaba Riioasa fueron detenidos por un gendarme, que les interpeló:

—¿A dónde van?

—Tenemos algo que hacer en la aldea, respondió candorosamente el señor Nicu.

—Es prohibido, dijo el gendarme, hay epizootia...

—Epizootia es una enfermedad de los animales, ¿acaso pueden contagiarse los hombres?

—Tal vez sí, dijo el Gendarme. No estoy seguro, pero tengo órdenes y las ejecuto.

—¿Y en qué otras aldeas hay epizootia?, insistió el señor Nicu en tono conciliador.

—Eh... un poco en todas partes, en el departamento, respondió el gendarme, guiñando el ojo.

Nicu Electoru capituló con extraña rapidez e hizo dar media vuelta al cabriolet.
La cautividad más o menos voluntaria del señor Adam Celareanu se vio animada por la presencia de Liza, la encantadora hija del señor Nicu. Era una jovencita de unos dieciséis años, de cintura muy fina, siempre apretada en un estrecho delantal. Sus cabellos, de un rubio ceniciento, muy sedosos, le caían por las espaldas, detenidos por sobre las orejas con una cinta.

Liza planeaba como una mariposa de lujo en aquella casa, cuyo estilo estaba muy poco de acuerdo a su persona. Vestida con delantal blanco, que le subía hasta el mentón, se sentaba en una mesa y efectuaba con una seriedad muy cómica, que la hacía sacar la lengua, una operación muy extraña a los ojos de Celareanu, que la observaba. Frente a ella, sobre la mesa se hallaba una gran cantidad de billetes de banco absolutamente nuevos. Con la ayuda de una regla, Liza dividía cada billete en partes iguales, y con una tijera los cortaba en dos, siguiendo la línea trazada en el medio. Era en ese momento de gran atención cuando ella sacaba la lengua. Colocaba una de las mitades del billete sobre un lado de la mesa y la otra mitad del otro lado. Después anotaba en un cuaderno, con su más cuidadosa escritura, la serie del billete, y sin duda también un nombre propio.

Celareanu, intrigado por la riqueza del señor Nicu, nunca supo qué sentido dar a esa operación. El hecho es que antes de las elecciones el señor Nicu Electoru distribuía a cada elector la mitad de un billete de banco, y esperaba el final de las elecciones para entregarle la otra mitad, según la serie y las indicaciones del registro, siempre que el interesado hubiera votado siguiendo las indicaciones recibidas.

Otra cosa extraña que pudo observar Celareanu fue que una noche un grupo de gente montada a caballo hizo irrupción a gran trote en el inmenso patio de la casa. La suave Liza, a la luz de una linterna de jardín, distribuía bajo un gran pino, según las indicaciones del registro, las mitades de los billetes de banco a los hombres que habían bajado del caballo, y que esperaban con el gorro en la mano. Era un espectáculo a la vez terrorífico y gracioso, digno de Arkansas, en la época de los pioneros. Adam Celareanu creyó oír la voz del señor Nicu que decía a los hombres:

—Entonces, está comprendido. En el momento dado, todo el mundo debe votar por el príncipe. Es la orden del jefe.

A Celareanu le pareció quizás no había oído bien a causa de la distancia en la que se encontraba. Le parecía imposible que el jefe liberal diera órdenes y distribuyera dinero para sostener la elección del candidato conservador.

La partida de aquellos hombres también fue impresionante. Espoleando los caballos, franquearon en marcha el portal ampliamente abierto y lanzaron un grito de entusiasmo dirigido a la diáfana y sonriente Liza, cuyos cabellos rubios flotando ligeramente al soplo de la brisa de la tarde tenían reflejos plateados.

Con aire satisfecho, el señor Nicu entró en la casa. Calmó en parte la sospecha de Celareanu, que no podía concebir semejante infamia. A la mañana siguiente Celareanu encontró a Liza, muy ocupada en engrasar, cantando como una muchacha del "Far-West", un gran revólver con tambor, que sostenía difícilmente en sus manos blancas y delicadas.

El profesor empezaba a perder la paciencia, cuando un acontecimiento inesperado precipitó el desenlace. Al hospital local trajeron un hombre agonizante, que había viajado clandestinamente entre los ejes del tren, que lo había arrastrado y deshecho entre las ruedas. En las boqueadas de la muerte, guardaba todavía alguna lucidez, y con los ojos agrandados por el espanto trataba de decir algo:

—¿Cómo te llamas?, le gritaba el enfermero, para establecer la ficha de ingreso.

El moribundo hizo un esfuerzo desesperado para responder.

—¿De qué aldea eres?

—Celaru..., consiguió murmurar la víctima, que expiró en ese instante.

—Es de Celaru, explicó otro enfermero. Existía en efecto una aldea del nombre de Celaru, en el departamento. Cuando el acta de defunción fue levantada, con la negligencia acostumbrada entonces, el empleado comprendió que el muerto se llamaba Celareanu. En la ciudad se desparramó la noticia de la muerte de Adam Celareanu.

Cuando el señor Nicu Electoru fue interrogado, bajó la cabeza en signo de dolor, y así un día, mientras el profesor conversaba con la preciosa Liza, oyó resonar una marcha fúnebre tocada por una fanfarria. Cuando trató de acercarse a la ventana, Liza, tapándose los oídos con las manos, le dijo que no fuera, so pretexto de que ella no podía soportar a "los muertos". Sin embargo Celareanu, que había llegado hasta la ventana, alcanzó a echar una mirada hacia la calle, y divisó al señor Nicu Electoru, que con la cabeza descubierta seguía el féretro, en compañía de otras personas de apariencia modesta. El coche fúnebre llevaba en dos letras, frescamente pintadas, las iniciales "A. C", y sobre la cinta de una corona de flores artificiales se leía: "A. Celareanu - con profundo dolor".

El Profesor saltó en el aire. Recordó haber leído alguna vez la leyenda de Alejandro I, quien en Taganrog, en 1825, simuló su propio entierro, para transformarse en el monje Fedor Kusmitch. Después se tranquilizó un poco suponiendo que se trataba de una similitud de nombre, y hasta concibió la idea de una trampa hecha por sus adversarios, pero —se dijo— no era posible que Nicu Electoru fuera cómplice de ellos.

Cuando Nicu volvió a casa, interrogado acuciosamente, respondió con reticencia que un hombre llamado Celareanu había muerto en el hospital y que venía de asistir a su entierro, porque lo conocía personalmente.

Celareanu opinó que para evitar un malentendido, era su deber publicar una aclaración en los diarios locales y aparecer en público. El señor Nicu se puso pensativo. Pon fin consintió, solicitando un lapso para efectuar los preparativos necesarios. Tres días después partieron en cabriolet en dirección a Vai-de-Ei.

La ruta atravesaba un bosque profundo. Hacia la mitad del camino vieron surgir ante ellos una
Cartel electoral del Bloque de Partidos Democráticos, liderado por
el Partido Comunista, ante las primeras elecciones libres de la historia
de Rumania, en noviembre de 1946. El sol, el símbolo del comunismo
veintena de hombres montados sobre caballos robustos que rodearon el cabriolet y lo detuvieron. El señor Nicu Electoru consiguió, no se supo cómo, esconderse y escapar.

—Se nos ha escapado, gritó uno de los hombres, riendo y descargando al aire su revólver.

—Tanto peor, déjenlo correr..., dijo otro con indiferencia.

Estos individuos estaban vestidos como campesinos, y llevaban todos, no la camisa blanca, sino una especie de traje de gruesa lana y gorro de piel.

Celareanu tuvo la fugitiva impresión que se parecían mucho a los hombres a caballo que apercibió en el patio, en la casa del señor Nicu Electoru.

—Y tú, ¿quién eres?... ¿que andas buscando en estos parajes?, preguntó uno de aquellos hombres.

—Soy yo quien debo preguntarles quiénes son ustedes para detener a la gente en los caminos. ¿Representan ustedes alguna autoridad?

—Oye, tú, dijo el hombre, echando hacia atrás su gorro de piel, si fuéramos unos haiducs, unos bandidos como los de antes, qué dirías... bájate rápido de esa percha...
Los hombres tomaron a Celareanu, lo desvistieron, le quitaron todos sus papeles y lo vistieron con un traje exacto al de ellos, poniéndole después un bonete de piel en la cabeza. Lo mantuvieron así, custodiándolo, mientras ellos se mantenían echados sobre el pasto. De pronto uno de ellos gritó:

—¡A caballo, muchachos... llegan los gendarmes!...

En efecto, dos gendarmes llegaban sin mucho apuro, guiados por el señor Nicu Electoru. Los bandidos, sin demostrar mucha prisa, montaron sus caballos y se alejaron por el camino, haciendo temblar la tierra bajo los cascos de sus cabalgaduras.

Celareanu, con su disfraz de haiduc, (4) quedó atontado en medio del camino.

—Arriba las manos... en nombre de la ley le intimamos que se rinda..., gritó uno de los gendarmes, mientras el otro disparó su fusil al aire.

No comprendiendo nada de todo esto, Celareanu se quedó inmóvil, con los brazos colgando. Entre tanto, Nicu Electoru, oculto detrás de un árbol, sacaba del bolsillo trasero de su pantalón el gran revólver con tambor, el mismo que la encantadora Liza había engrasado, y en el mismo momento en que los gendarmes descargaban de nuevo sus carabinas en el aire, él apuntó al corazón de Celareanu, que al disparo cayó fulminado.

Los gendarmes, ayudados por el señor Nicu Electoru, que no parecía reconocer a Celareanu, registraron a la víctima sin encontrar ningún papel sobre ella.

—No tiene ninguna identidad, dijo uno de los gendarmes.

Después de una sumaria encuesta, el "bandido" fue provisoriamente enterrado en el cementerio de la aldea, inscribiéndose sobre su cruz: "DESCONOCIDO".

En las elecciones que tuvieron lugar poco después, en las que el Partido Liberal no presentó ningún candidato, los liberales, por el señor Nicu Electoru, votaron por el candidato conservador no disidente, en la persona del príncipe Vlad Mircea Negrescu, descendiente de Negru Voda.



1-Escritor rumano de finales del siglo XIX principios del XX.
2-Se trata de nombres reales, los de los parásitos boyardos de la época
3-Se trata de la gran revuelta campesina, motivada por el hambre provocada por la sequía y la explotación salvaje de los boyardos, que se extendio por toda Rumania (entonces Moldavia y Valaquia), y que fue sofocada por el ejército rumano a cañonazos, en una matanza sangrienta inmortalizada por muchos escritores de la época, por ejemplo, Panait Istrati en su obra "Los cardos del Baragán".
4-Bandolero rumano
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