"Los poetas rumanos, con su larga historia de padecimientos durante los regímenes monarcofascistas, son los más valerosos y al par los más alegres del mundo. Aquel grupo de juglares, tan rumanos como los pájaros de sus tierras forestales, tan decididos en su patriotismo, tan firmes en su revolución, y tan embriagadoramente enamorados de la vida, fueron una revelación para mí. En pocos sitios he adquirido con tanta prontitud tantos hermanos""
Pablo Neruda, que sabía bien de los sufrimientos de los pueblos bajo dictaduras con mayor o menor maquillaje democrático, y por eso fue hasta su muerte miembro del Partido Comunista, reconoció el dolor de los poetas rumanos bajo las tiranías de los diferentes monarcas y sus mamarrachos fascistas, y el patriotismo, la firmeza y el amor a su pueblo que solo puede tener aquel que cree que la tierra, como el resto de los medios de producción, deben de ser para los que trabajan o producen, sin que ningun parasito se quede con el beneficio.
En Confieso que he vivido habla de estos poetas, que conoció en su visita a Rumania, y de su estancia en el antiguo palacio del rey, el de Sinaia, en aquel entonces, 1969, reconquistado por los que lo construyeron, los trabajadores. Y también habla de otro palacio temporalmente reconquistado, el Palacio de Liria, el de los duques de Alba, una de las familias aristocraticas española que más fortuna atesoró a costa del sufrimiento y el robo a campesinos y trabajadores, donde se alojó cuando las milicias republicanas lo requisaron para el pueblo, en plena Guerra Civil, mientras Madrid pasaba a la historia como ejemplo de resistencia antifascista.
En aquella ocasion, la reconquista del Palacio de Liria por los trabajadores duró poco, y tras tres años de Guerra Civil, los criminales y asesinos, los mismos que siempre habían masacrado a su pueblo (y lo han seguido haciendo, más o menos violentamente, hasta hoy) volvieron a apropiarse del Palacio, devolviéndoselo a los parasitos.
En Rumania duró bastante más, más de cuatro décasda, aunque en 1989, tras otro golpe fascista que pretendía devolver a los grandes delincuentes locales e internacionales el botín de su saqueo inmemorial, el Palacio de Sinaia, donde durmió Neruda y donde conoció la rica y poderosa poesía del pueblo comunista rumano, hoy tan olvidada y denigrada, está de nuevo en manos de la familia real (y eso a pesar de que Rumania es una República, aunque ya no sea la de los trabajadores).
A continuación, compartimos el capítulo dedicado por Neruda a los poetas rumanos y a "los palacios reconquistados":
"LOS PALACIOS RECONQUISTADOS
Nunca me
invitaron los magnates a las grandes mansiones; y la verdad es que
tuve siempre poca curiosidad. En Chile el deporte nacional es el
remate. Se ve mucha gente acudir en forma atropellada a las semanales
subastas que caracterizan a mi país. Cada casona de ésas tiene su
sino. Llegado un momento se rematan al mejor postor las verjas que no
me dejaron pasar, a mí ni al vulgo de que formo parte, y con las
verjas cambian de dueño los sillones, los cristos sanguinolentos,
los retratos de época, los platos, las cucharas, y las sábanas
entre las cuales se procrearon tantas vidas ociosas. Al chileno le
gusta entrar, tocar y ver. Pocos son los que finalmente compran.
Luego el edificio se demuele y se rematan pedazos de la casa. Los
compradores se llevan los ojos, es decir, las ventanas; los
intestinos, es decir, las escaleras; los pisos son los pies; y
finalmente se reparten hasta las palmeras.
Palacio de Sinaia |
Fui
invitado a Rumania y acudí a la cita. Los escritores me llevaron a
descansar a su casa de campo colectiva, en medio de los bellos
bosques transilvanos. La residencia de los escritores rumanos había
sido antes el palacio de Carol, aquel tarambana cuyos amores
extrarreales llegaron a ser comidilla mundial. El palacio, con sus
muebles modernos y sus baños de mármol, estaba ahora al servicio
del pensamiento y de la poesía de Rumania. Dormí muy bien en la
cama de su majestad la reina y, al día siguiente, nos dimos a
visitar otros castillos convertidos en museos y casas de reposo o
vacaciones. Me acompañaban los poetas Jebeleanu, Beniuc y Radu
Bourreanu. En la mañana verde, bajo la profundidad de los abetos de
los antiguos parques reales, cantábamos descompasadamente, reíamos
con estruendo, gritábamos versos en todos los idiomas. Los poetas
rumanos, con su larga historia de padecimientos durante los regímenes
monarcofascistas, son los más valerosos y al par los más alegres
del mundo. Aquel grupo de juglares, tan rumanos como los pájaros de
sus tierras forestales, tan decididos en su patriotismo, tan firmes
en su revolución, y tan embriagadoramente enamorados de la vida,
fueron una revelación para mí. En pocos sitios he adquirido con
tanta prontitud tantos hermanos.
Les
referí a los poetas rumanos, para gran regocijo de ellos, mi visita
anterior a otro palacio noble. Fue el palacio de Liria, en Madrid, en
plena guerra. Mientras el enemigo marchaba con sus italianos, moros y
cruces gamadas, dedicado a la santa tarea de matar españoles, los
milicianos ocuparon aquel palacio que yo había visto tantas veces al
pasar por la calle de Argüelles, en los años 1934 y 1935. Desde el
autobús dirigía una mirada respetuosa, no por vasallaje hacia los
nuevos duques de Alba que ya no podían someterme a mí, irredento
americano y poeta semibárbaro, sino fascinado por esa majestad que
tienen los callados y blancos sarcófago
Cuando
vino la guerra, el duque se quedó en Inglaterra, porque su apellido
es en realidad Berwick. Se quedó allí con sus cuadros mejores y con
sus más ricos tesoros. Recordando esta fuga ducal les dije a los
rumanos que en China, después de la liberación, el último
descendiente de Confucio, que se enriqueció con un templo y con los
huesos del difunto filósofo, se fue a Formosa también provisto de
cuadros, mantelerías y vajillas. Y además con los huesos. Allí
debe estar bien instalado, cobrando entrada por mostrar las
reliquias.
Desde España, por aquellos días. salían hacia el resto del mundo tremebundas noticias: "Histórico palacio del duque de Alba, saqueado por los rojos", "Lúbricas escenas de destrucción", "Salvemos esta joya histórica".
Desde España, por aquellos días. salían hacia el resto del mundo tremebundas noticias: "Histórico palacio del duque de Alba, saqueado por los rojos", "Lúbricas escenas de destrucción", "Salvemos esta joya histórica".
Me fui a
ver el palacio ya que ahora me dejaban entrar. Los supuestos
saqueadores estaban a la puerta con overol azul y fusil en la mano.
Caían las primeras bombas sobre Madrid desde aviones del ejército
alemán. Pedí a los milicianos que me dejaran pasar. Examinaron
minuciosamente mis documentos. Ya me creía listo para dar los
primeros pasos en los opulentos salones cuando me lo impidieron con
horror: no me había limpiado los zapatos en el gran felpudo de la
entrada. En realidad los pisos relucían como espejos. Me limpié los
zapatos y entré. Los rectángulos vacíos de las paredes
significaban cuadros ausentes. Los milicianos lo sabían todo. Me
contaron como el duque tenía esos cuadros desde hace años en su
banco de Londres, depositados en una buena caja de seguridad. En el
gran hall lo único importante eran los trofeos de caza, innumerables
cabezas cornudas y trompas de diferentes bestezuelas. Lo más notorio
era un inmenso oso blanco parado en dos patas en medio de la
habitación, con sus dos brazos polares abiertos y una cara disecada
que se reía con todos los dientes. Era el favorito de los milicianos
que lo cepillaban cada mañana.
Milicianos comunistas en el Palacio de Liria, en Madrid |
Naturalmente
que me interesaron los dormitorios en que tantos Alba durmieron con
pesadillas originadas por los espectros flamencos que en las noches
llegaban a hacerles cosquillas en los pies. Los pies ya no estaban
allí, pero sí la más grande colección de zapatos que nunca he
visto. Este último duque nunca aumentó su pinacoteca, pero su
zapatería era sorprendente e incalculable. Largas estanterías
acristaladas que llegaban al techo guardaban millares de zapatos.
Como en las bibliotecas, había escaleritas especiales, quizás para
cogerlos delicadamente de los tacos. Miré con cuidado. Había
centenares de pares de finísimas botas de montar, amarillas y
negras. También había de esos botines con chalequillo de felpa y
botones de nácar. Y cantidades de zapatones, zapatillas y polainas,
todos ellos con sus hormas adentro, lo que les daba la apariencia de
que tenían piernas y pies sólidos a su disposición. Si se les
abría la vitrina, correrían todos a Londres detrás del duque!
Podía darse uno un festín de botines, alineados a lo largo de tres
o cuatro habitaciones. Un festín con la mirada y sólo con la
mirada, porque los milicianos, fusil al brazo, no permitían que ni
siquiera una mosca tocara aquellos zapatos. "La cultura",
decían. "La historia", decían. Yo pensaba en los pobres
muchachos de alpargatas deteniendo al fascismo en las cumbres
terribles de Somosierra, enterrados en la nieve y el barro.
Junto
a la cama del duque había un cuadrito efimarcado en oro cuyas
mayúsculas góticas me atrajeron. Caramba!, pensé, aquí debe estar
impreso el árbol genealógico de los Alba. Me equivocaba. Era el
"If" de Rudyard. Kipling, esa poesía pedestre y
santurrona, precursora del Reader’s Digest,
cuya altura intelectual no sobrepasaba a mi juicio la de los zapatos
del duque de Alba. Con perdón del imperio británico!
El baño
de la duquesa será incitante, pensaba yo. Tantas cosas evocaba.
Sobre todo aquella madona recostada del Museo del Prado, a quien Goya
le colocó los pezones tan aparte el uno del otro, que uno piensa
cómo el pintor revolucionario midió la distancia añadiendo un beso
a cada beso hasta dejarle un collar invisible de seno a seno. Pero el
equívoco continuaba. El oso, la botinería de zarzuela, el "If"
y, por último, en vez de un baño de diosa encontré un recinto
redondo, falsamente pompeyano, con una tina bajo el nivel del suelo,
cisnecillos siúticos de alabastro, cursi-cómicos lampadarios, en
fin, una sala de baño para odalisca de película norteamericana.
Ya me
retiraba con sombrío desencanto cuando tuve mi recompensa. Los
milicianos me invitaron a almorzar. Bajé con ellos a las cocinas.
Cuarenta o cincuenta mozos y servidores, cocineros y jardineros del
duque, seguían cocinando para sí mismos y para los milicianos que
custodiaban la mansión. Me consideraban honrosa visita. Después de
algunos cuchicheos, vueltas y revueltas, recibos que se firmaban,
sacaron una polvorienta botella. Era un "lachrima christi"
de cien años, del cual apenas me dejaron beber unos cuantos sorbos.
Era un vino ardiente, con una contextura de miel y fuego, al mismo
tiempo severo e impalpable. No olvidaré tan fácilmente aquellas
lágrimas del duque de Alba.
Una
semana después los bombarderos alemanes dejaron caer cuatro bombas
incendiarias sobre el palacio de Liria. Desde la terraza de mi casa
vi volar los dos pájaros agoreros. Un resplandor colorado me hizo
comprender en seguida que estaba presenciando los últimos minutos
del palacio.
—Aquella
misma tarde pasé por las ruinas humeantes —digo a los escritores
rumanos para concluir mi relato—. Allí me enteré de un detalle
conmovedor. Los nobles milicianos, bajo el fuego que caía del cielo,
las explosiones que sacudían la tierra y la hoguera que crecía,
sólo atinaron a salvar el oso blanco. Casi murieron en la tentativa.
Se derrumbaban las vigas, todo ardía y el inmenso animal embalsamado
se obstinaba en no pasar por las ventanas y las puertas. Lo vi de
nuevo y por última vez, con los brazos blancos abiertos, muerto de
risa, sobre el césped del jardín del palacio".
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